Una historia de la vida real

Transcurría el mes de julio cuando conoció a quien poco después se convirtió en su mejor amigo. Inicialmente no se interesó mucho por establecer contacto con él, luego descubrió que no era tan malo como pensó y gracias a que tenían una amiga en común se acercaron. Su amistad se fortaleció a principio del año siguiente después de que sus amigas emprendieron nuevos proyectos y se fueron. Ella había quedado un poco sola y, ya que él también estaba solo, las circunstancias se prestaron para que estrecharan el lazo.

Rápidamente su amistad creció, se trataba de una conexión que, por lo menos ella, no había experimentado antes. Pasaban mucho tiempo juntos y eso propició que creciera con prontitud la confianza entre ellos. Era una amistad muy bonita. Él, una persona muy valiosa. A primera vista ella supo que él era una persona sociable, trabajadora y decidida, pues alcanzaba cuanta meta se proponía. Una vez amigos, descubrió su sencillez y su sensibilidad. Luego, su lado detallista. Así pasó ese año y él se convirtió en un lugar seguro para ella, ella también para él, pues le daba paz. Tenían sus diferencias y cada uno sus defectos, pero se querían.

La grandeza del vínculo era tal, que entre ellos no había secretos y cualquier cosa, por muy difícil o incómoda que fuera se la decían sin rodeos. Eso no perturbaba la armonía. Un día, después de una sincerada sin antecedentes, él le regaló una pulserita. Cuando se la entregó le dijo: “me la ofrecieron en el camino de venida y pensé en ti”.

En cuestiones políticas y de religión no es que tuvieran los mismos principios, pero eso no era un obstáculo para la relación, sino que servía para fortalecer la amistad. Ambos fueron siempre muy respetuosos de las convicciones personales, y de hecho esas conversaciones los enriquecían y eran divertidas. En ese entonces, él no era una persona practicante y no frecuentaba el culto, pero a pesar de eso, esperaba que ella fuera a misa para luego salir a almorzar.

Pasó alrededor de un año y medio de haberse conocido, y él le contó que se iría para un retiro con su iglesia, a ella le pareció una gran noticia. Cuando él llegó de su retiro, como todas las semanas, se encontraron, pero en esta ocasión no fueron a tomar café, sino que fueron a comer sushi. Él quería contarle todas las cosas que estaba en proceso de cambiar.

Ese día ella se dio cuenta de que estaba enamorada de él, pero había tenido bloqueado ese sentimiento por unas circunstancias que, después de iniciado su proceso de acercamiento a Dios, habían desaparecido. Intentó, sin éxito, ignorar lo que estaba ocurriendo y pasados de seis meses decidió abrir su corazón y decirle acerca de su confusión, después de todo ¿qué podía pasar? Su amistad era inquebrantable y por esa simpleza no iban a cambiar las cosas.

Entonces le escribió una carta diciéndole cuán importante era él para ella y el miedo que tenía de perder su amistad. Él recibió el mensaje con sorpresa, no podía creer lo que estaba leyendo y al final le dijo que la quería mucho, pero sólo podía ofrecerle una amistad. Ella, en el fondo de su corazón sabía que esa sería la respuesta y sólo necesitaba aclarar los sentimientos y tiempo para poner las cosas en su lugar, pero no quería alejarse, ni siquiera temporalmente.

Desde entonces la amistad no volvió a ser igual. Él se alejó de ella por tres meses. Al año siguiente intentaron recuperar el contacto, pero ocurrió un evento inesperado y fortuito que inevitablemente los alejó más. Esa situación era lo peor que podía pasarle a una amistad que estaba fracturada, y en todo caso ella seguía enamorada de él.

La amistad se convirtió en una batalla campal permanente y ella descubrió que en ese momento no era una buena amiga para él, así que voluntariamente, cortó la comunicación. Fue una decisión difícil porque seguía latente el temor de perderlo, pero sabía que era lo mejor, de lo contrario iba a terminar rompiendo el lazo. Al principio del año siguiente decidieron que volverían a ser amigos, pero las cosas se pusieron cada vez peor: ella, llevada por el miedo y los celos, se convirtió en una fabricante de reclamos, razón por la que él decidió alejarse de ella para siempre.

Sin embargo, al poco tiempo regresó. La quería muchísimo. Le pidió que dejara los celos y los reclamos, y que mejor pensara en cuánto la quería él. Ella extrañaba a su amigo de hacía tres años, no quería aceptar que ahora las circunstancias eran distintas. Era como si se hubiera estancado en el tiempo. Fracasó en sus intentos de asumir que había que construir una amistad nueva que se adecuara al tiempo presente. Y así, entre miedos, celos, reclamos y peleas, transcurrieron los siguientes dos años. Mientras tanto él insistía en el pedido.

La amistad se agotó de tal manera que no quedó más remedio que alejarse. Para ella fue una pérdida muy dolorosa, y le costó mucho aceptarlo: él se había convertido en uno de los amores más grandes, sinceros y reales de su vida. Llegó el día de su cumpleaños y él no la llamó, siempre le había dedicado palabras muy lindas y en esa ocasión, tarde, le escribió un mensaje corto. Al año siguiente ni siquiera apareció.

Esta historia es mi historia.

¿Qué me quedó de todo esto? Lo primero y más importante fue la alegría de coincidir con alguien tan especial que, guardadas las proporciones, me recordó cómo es el amor de Dios por nosotros; por otro lado, los recuerdos bonitos de una amistad que dejó huellas imborrables y se quedará para siempre en mi corazón; y finalmente la gratitud infinita hacia él por su paciencia y comprensión inagotables, confianza plena y sinceridad absoluta. 

Les dejo una canción con la que, de no ser por lo del niño abandonado, la mesa mal servida y las Navidades sin regalos, me habría identificado totalmente:



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